Los veteranos tenemos que reconocer que nuestro valor de mercado no está bien calculado en estos momentos finales de nuestra larga vida, al no reconocer que nuestro cuerpo ha ido enriqueciéndose con titanio, acero quirúrgico, níquel, aluminio aligerado, aleaciones y pernos de platino; a través de prótesis, injertos, implantes, bisagras tornillerías y demás ferretería.
También tendremos que admitir que después de haber sobrevivido a todas las pruebas habidas y por haber, hemos tomado unos bríos que más que decrépitos ancianos, debiéramos ser considerados colosos egipcios.
En ocasiones, cuando paseamos, los más jóvenes nos miran con cara de estupor, de extrañeza, de infinita sorpresa, y es que después de tantos decenios sobre nuestras espaldas, hemos logrado sobrevivir a pandemias, epidemias, accidentes y todo tipo de incidentes, y eso nos da un cierto caché.
A veces tuve que sufrir a más de un simpático, amable y delicado, de estos que ahora llaman activistas, plenos de virginidades laborales y pródigos en mareantes peroratas, proclamas y algaradas, con frases como: «Los viejos son como pisar varías veces una cucaracha y que ésta continúe viva…»
Y es que, a algunos de nosotros, hace apenas un quinquenio, nos daban por extinguidos, erradicados, desaparecidos de la faz de la Tierra, como aquellos mamuts y dinosaurios del Jurásico, hoy en museos o en películas de dibujos animados.
Se ha puesto de moda entre ciertos papis llevar a sus niños los domingos a las residencias para que vean en su hábitat natural, a los ancianos tomando el sol como los lobos de mar, que dormitan a pie de playa.
Nos ven exageradamente curvados, apoyados en muletas, cayados y bastones con empuñaduras de cobre, plata y bronce, como complementos metálicos a los que llevamos en nuestro interior.
El otro día una ATS del ambulatorio le dijo a uno de los sobrevivientes, que de pequeños fuimos alimentados con papillas de Pelargón, puches de harina de almorta y sopas ajo y no entendía nuestra resistencia.
Precisamente ayer, este que suscribe estuvo en el centro de salud y de pronto pensé, que me hallaba en un zoco en Marrakech. El médico, un simpático cubano, me dijo que sería bueno que me vacunase contra la tosferina, sarampión, varicela y escarlatina. Me hizo recordar mi niñez y eso me produjo cierta confusión. La enfermera, china ella, me recetó unas cataplasmas y la recepcionista, rumana por más señas, me dio una muestra de crema para las almorranas.
Por favor, no tengan prisa por echarnos, que nos iremos solitos, y sepan que nosotros no les debemos nada, siendo que la cosa va al revés, que los hospitales, universidades, autopistas, puertos, aeropuertos, y pantanos, los construimos nosotros, sintiéndonos orgullosos que nuestros hijos y nietos, ustedes, hoy lo puedan disfrutar…
A ver qué dejan ustedes el día de mañana a sus mascotas…
Pero no sería justo si no reconociese que raro es el día que una jovencita no me cede el asiento del autobús, un joven no me ofrece el interior de la acera y gente plena de sensibilidades no me preste ayuda ante el menor contratiempo y esta es la rareza de esta sociedad que va del rojo al amarillo en sólo un instante.
Tan pronto nos humillan y desprecian, como nos protegen con una ternura que nos conmueve el alma y reconforta el espíritu. hasta el punto de que cuando alguien se acerca a mí, no sé si darle la mano o la cartera.




















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Buenos días Enrique, Magnífico Artículo, Suscrito.