Ya llegó el veranillo de los membrillos y con él los aún cálidos rayos de un sol que calienta, pero no quema, deslumbra, pero no ciega, que nos abandona en tempranos atardeceres y renace con timidez en prometedores amaneceres, dejándonos a merced de refrescantes rocíos y escarchadas praderas de repentinos fríos.
Otoño entretenido en precipitar mostos para convertirlos en jóvenes y vigorosos vinos, protagonistas de apasionadas veladas y cómplices de incipientes amoríos.
No sé si por resignación, por capitulación o por el imperativo que marca una incuestionable realidad, tendremos que soportar de nuevo a esta tropa de irredentos y aburridos parlanchines, encargados de tenernos eternamente cabreados para hacerles más fácil subirse el pecunio con el que harán frente a sus continuos desmames de disipadas y viciadas vidas.
Lo que parece evidente es que de nuevo viviremos un otoño, que siendo el mismo de siempre nos parecerá absolutamente diferente, porque las ideas permanecen y sus comerciales cambian como consecuencia de una indigencia intelectual generalizada.
Sí, de nuevo nos encontraremos con un otoño decadente, pórtico de un gélido invierno, una primavera revolucionaria y otro verano tórrido como lo fueron los de toda la vida.
Se seguirán batiendo récords de calor, de frio, de sequía, de catástrofes naturales, de diluvios, de vendavales y huracanes, y seguiremos afirmando o negando cambios climáticos y agresiones al medio ambiente por profesionalizados ecologistas de pacotilla, de algaradas callejeras, denunciantes de quemas de rastrojos doctrinales y amantes de quejas depositadas en los bidones de reciclajes de los consejos de administración de los grandes emporios bancarios.
Y como consuelo o desesperación, firmas de paz, declaraciones bélicas, pactados armisticios, potenciación de la industria armamentística y aplazamientos de lanzamientos de bombas y misiles hasta tener stock suficiente.
Mientras, los istas y los ismos seguirán cantando canciones de paz mientras fabrican cócteles Molotov.
Y para que nada cambie, para que todo resulte diferente, para que todo continúe siendo igual, los Don Juan Tenorios, los floreados camposantos y los resucitados recuerdos de nuestros difuntos reavivarán el alma dormida y serenarán aquellos sueños que nos arrancó la vida de cuajo.
Es la invitación a pasear por caminos donde mora la muerte entre mármoles, crisantemos y gladiolos…
Es tiempo de tristes recuerdos y de alegres vivencias escondidas en lo más recóndito de nuestro ser.
Es tiempo de abandonarse a los susurros de la fina ventisca que mueven las violetas de los pequeños ramilletes atados por una cinta de raso del anónimo visitante…
Y en la lápida, bajo el ciprés, una juvenil foto que dificulta el recuerdo del anónimo y difuminado difunto.
Es tiempo de apoyar la frente en el frio cristal de la ventana que nos muestra horizontes, donde aparecen y se desvanecen imágenes de aquellos seres amados, que formando parte de nuestra vida partieron hacia las estrellas, dejándonos impregnados de recuerdos, a veces con la pesada carga de no haber sabido valorar, no haber querido defender, no haber sabido disfrutar… lo que el destino puso a nuestro lado.
Y para hacer todo más soportable siempre nos quedan los buñuelos de viento, los huesos de santo, la tarta de castañas, el pastel de arrope y los bollos de mosto, junto a los huesos de San Expedito.
Y si queremos terminar con todo lo que representen recuerdos, ternura, emoción, nobles sentimientos y añoranzas, nada mejor que recurrir a la más deprimente fiesta de Halloween. ¿Truco o trato? ¡Lo que hay que ver!



















