La gente ya no se casa, pero sigue divorciandose

Un año más bajan los enlaces matrimoniales que continúan en caída libre.

Acaba de salir la nueva estadística y ya son dos españoles los que se casan cada mil habitantes.

Aseguran que el número de enlaces matrimoniales en el 2023 bajó tanto, que ya hay niños de diez años que no han visto una boda en su vida.

Hablamos, naturalmente de las bodas clásicas, es decir, de bodas civiles y religiosas, que de las “otras”, las que se celebran para dar el pego, de esas caribeñas, africanas u orientales de hoteles del todo incluido, de esas escribiremos otro día, incluso de las que se celebran en España en fincas donde se “ofician” bodas fakes con el único objetivo de hacer caja.

Hasta hace relativamente poco, la inmensa mayoría de los enlaces matrimoniales eran para “toda la vida”. Al menos eso decía el oficiante religioso, para de inmediato abrir la posibilidad de anular, es decir de atar y desatar, unir y desunir al antojo de la Santa Curia y sus peculiares tribunales.

Pero las cosas han ido cambiando hasta tal punto, que las bodas de hoy día son uno de los “productos” más perecederos que existen en el fugaz mercado del amor.

En la actualidad celebrar las bodas de plata es motivo de noticia de telediario y las de oro ya son dignas de ser estudiadas en la facultad de Ciencias Sociológicas y hechos paranormales.

Me van a perdonar, pero no voy a privarme de escribir de esas bodas que son una auténtica bufonada, una charlotada, organizadas por peñas de amigos, o compañeros/as del trabajo, que deciden irse a la Republica Dominicana a ponerse ciegos de mojitos, bananamamas, piñas coladas, cocolocos y.… cama, mucha cama. Tanta cama, que los mozos vienen para el arrastre, y las mozas tan frescas y cantarinas, eso sí, con algún que otro prurito…

Todos sabíamos que las bodas se habían convertido en un negocio amable, divertido y las más de las veces, rentables para novios, restaurantes, salones, boutiques y demás industria casamentera.

No vamos a negar que las bodas formaban parte del sueño de muchas mujeres, que veían al matrimonio como el culmen de sus más anhelados sueños.

Eso de sentirse princesas, incluso reinas por un día, con su vestido blanco de seda salvaje, tocado de tul ilusión, zapatos parisinos, ramos de flores, misa cantada, limusina de diez metros, coro con soprano y tenor incluido, con sus Aves Marías y canciones maravillosas de películas románticas, es algo a lo que una mujer no renunciará jamás.

Algunos le cogen el gusto y se casan cinco o seis veces en un tiempo récord, como si fuera una atracción más, un capricho más.

Son esas bodas llenas de “glamur”, con el broche de oro del novio como una cuba, al que le cortan la corbata con una motosierra y a la novia las bragas con tijeras de podar, para luego venderlas como reliquias.

Y al final como melodía de corte romántico, los delicados y elegantísimos acordes de “Paquito el chocolatero” con la peña bailando la Conga de Meronga.

Y de aquellos enlaces matrimoniales llenos de boatos y excelsas liturgias, estos bodorrios donde al novio le dejan en calzoncillos y a la novia le quitan el sostén para subastarlos, con viaje de novios subvencionados entre la algarabía del personal.

Ahora la gente se conoce un fin de semana, se van a vivir juntos el lunes, se casan al poco y se divorcian al regreso de la luna de miel.

¿Hijos? ¡No! Ahora las parejas tienen galgos rusos, gatitos siameses, hámster, cacatúas o caimanes de Sumatra.

Hoy en día, encontrar a alguien con veinte años que no haya tenido cinco o seis parejas de convivencia domiciliaria es encontrarse con gente rara. Hoy no es virgen ni la cera.

Cuando un pretendiente pregunta a su posible churri cuántas relaciones ha tenido y la chica dice que ninguna, que ni siquiera tiene un tatuaje de un noviete anterior en un pecho, la foto de otro mizo en el bajo vientre, ni una argolla en la nariz, sale corriendo como alma que se lleva el diablo.

Una moza o mozo que no haya convivido al menos con media docena de compis, o al revés, esconde algún problema psicológico.

Lo normal, lo lógico, razonable y saludable es que un matrimonio tenga una fecha de caducidad de 3 o 4 meses, máximo, bien es verdad que los hay que duran un lustro.

¿Bodas de oro? ¡Por Dios! ¡Qué castigo!

¿Los hijos? ¿Qué es eso? Ahora los niños se llevan de otras relaciones o se adoptan, y es que cuesta tanto tener que fabricarlos que mejor que los hagan otros…

Enrique García-Moreno Amador

Presidente del Ateneo de Ocaña

Escritor y amante de Ocaña y su historia

Tags: El Atril de Enrique García-Moreno

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Enrique García-Moreno Amador

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