El miedo a la verdad es un mecanismo de protección de nuestro cerebro frente a ciertas alarmas psicosociales. Quien tiene miedo a la verdad puede ignorarla y ocultarla hasta el olvido como un perfecto sistema de ajuste a una determinada condición personal potencialmente amenazante o ambigua.
Aunque presumamos de ser objetivos e independientes, nuestro cerebro tiene tendencia a calificar como verdadero todo lo que nos resulta familiar. Por esta razón, cuando lo que escuchamos está enmarcado en nuestro sistema de valores o creencias, tendemos a afirmar que es cierto.
Creemos que algo es verdadero, sin serlo, y no solo llegamos a creerlo, también lo defendemos como verdad absoluta cerrando cualquier posibilidad a considerar que sea falso. Aunque la mayoría de las veces esas ideas que defendemos ciegamente, o bien ni siquiera son nuestras, pertenecen a otras personas que influyen en nosotros, o bien nos las han impuesto.
No conformarse, buscar la verdad, poner en duda nuestras creencias, querer ver más allá y contrastar lo que vemos y oímos es laborioso y, a veces, agotador; incluso puede ser decepcionante por no coincidir con aquello que creemos ciegamente. Sacar nuestras propias conclusiones nos hace libres, felices, inteligentes y difíciles de manipular.
No dejemos que nos dominen el miedo y aquellos que lo difunden en provecho propio. Filosofar, y atreverse a pensar en un mundo deshabitándolo de lo peligroso, de lo extraño y de lo alienante, es la condición necesaria, y hasta suficiente, para transformarlo.
Porque para derrotar a aquellos que mienten hay que decir la verdad «aunque esta haga ruido»